Las grandes corporaciones financieras utilizan todo su potencial económico y de influencia para sortear los esfuerzos reguladores, que además pecan de falta de conocimiento, cortoplacismo y descoordinación. Los ratios de capital han fracasado en el pasado y lo harán en el futuro. El juego consiste en seguir la letra de las normas y saltarse a la torera su espíritu por la vía de la creatividad, la desfachatez o el riesgo maquillado, diferido, ocultado, económico y moral. Resultado: seguimos socializando las pérdidas derivadas de dicho riesgo. Atacamos los síntomas y apechugamos con las consecuencias en lugar de ir al meollo del problema.
Por consiguiente, la única manera de afrontar una reforma efectiva es ocuparse de los cimientos y la estructura, y no tanto de la supervisión. Kay nos habla de estructuras financieras pequeñas, especializadas y "resilientes", en lugar de grandes e inextricables conglomerados cuyos activos y pasivos son los pasivos y activos de otros grandes conglomerados. Sin olvidar, claro está, a la muy interesada clientela pública.
Se ha demostrado sobradamente que tales monstruos financieros, en apariencia poderosos y feroces, son extremadamente sensibles ante cualquier mínima disfunción en los mercados. En lugar de construir enormes aparatos burocráticos de vigilancia y control (instituciones sobre instituciones públicas: más derroche de recursos ciudadanos) hay que podar de una vez el tamaño, las atribuciones y el ámbito de actuación de los titanes bancarios. Unos titanes propensos a generar más y más volatilidad cuanto más crecen.
John Kay, de nuevo, lo expresa muy bien: