ONIMAC LE ( #HistoriasdelCamino )

Es una mañana radiante de finales de agosto, con un cielo azul intenso que inunda los ojos y un sol más templado y clemente que en días anteriores. Sopla una brisa amable para los numerosos peregrinos que ascienden por el empinado sendero que, partiendo de Rabanal del Camino, cruza la maragatería.

A paso vivo y cuesta abajo, Ramón va saludando a los caminantes con un sonoro y enérgico "¡buenos días, ultreia!". La mayoría le responde con amabilidad y alegría; otros murmuran y asienten con gesto educado; algunos, incluso, se detienen y le preguntan.

- ¿Qué? ¿De regreso?
- No, de camino.
- ¿Viene de Santiago?
- Podría decirse.
- ¿Y adónde va?
- Donde el Camino.

Las conversaciones no suelen ir más allá. Ramón es un hombre añoso e imponente. Alto, robusto, bien plantado, piernilargo y elegante de andares, que ayuda con un rotundo cayado de castaño. Los ojos clarísimos, la cuidada barba y el pelo cano cortado a cepillo otorgan cierta rebeldía juvenil a su apariencia de señor mayor y circunspecto. Amable pero parco en palabras, siempre prefirió escuchar a hablar.

Hay también quienes le inquieren sobre la ruta.

- ¿Queda mucho para Foncebadón?
- Ya ha pasado lo más duro. Con el día que hace, ni os daréis cuenta.
- ¿Y para la Cruz de Ferro?
- Un poco más, pero no es tan empinado.
- ¿Ha visto a Tomás Martínez?
- Ahí sigue, en Manjarín, con su hospitalidad y sus cosas templarias.
- ¿Y cómo está?
- Viejo, como yo. Le están renovando el albergue.
- ¡No me diga!
- Como lo oye.

Se le viene de golpe la imagen de Tomás, casi treinta años atrás, y siente una fuerte punzada en el pecho. Ráfagas de aire helado. Elena. Un diluvio. Un atisbo de luz en la oscuridad del Camino. El albergue. Tomás ofreciendo café caliente y conversación en un chamizo. Tomás y ella conversando, Ramón escuchando. Feliz.

- ¿Se encuentra usted bien?
- Sí, no pasa nada. Recuerdos sobrevenidos.

Y Ramón prosigue su viaje entre piornos, enebros, retamas y peregrinos afanosos que contemplan a este viejo de voz grave y andar ligero que les saluda al paso, siguiendo el mismo sendero por el que siglos atrás iban y venían cargados los arrieros maragatos, el mismo que recorrieron los templarios de Ponferrada para proteger a los peregrinos, el mismo que cabalgó Carlomagno en las leyendas. El mismo que recorrió con Elena.

Sólo ahora, después de tanto tiempo, es capaz de sentir y respetar la enormidad del recorrido, el latido de la historia bajo sus pies, la emoción y la fe a su alrededor, una fe para él ajena, distante, nunca buscada. Ramón llegó a Santiago siguiendo a una mujer enamorada del Camino. En el Camino encontró a Elena y con ella se encontró a sí mismo. Lo anduvieron varias veces, y siempre la acompañó, únicamente, por amor. Ahora, mucho tiempo después, solo e igual de descreído en lo divino, toca rendir debidas cuentas en lo humano. De bien nacido es ser agradecido.

El largo descenso del monte Irago se le hace ligero entre luces, sombras y recuerdos. Empieza a atardecer, y Rabanal del Camino aparece al fin, con su calma centenaria, al pie de la montaña. Ahí siguen las robustas casas de piedra y la calle Real recibiendo caminantes recién venidos de Astorga, un rebullir de vidas constantemente renovado. Ha llegado a tiempo.

La Parroquia de Santa María está tranquila; apenas un puñado de peregrinos reza en silencio. La sensación de paz y recogimiento es absoluta. La frescura interior, reparadora. Al fondo, un rostro familiar le reconoce y saluda. Otro viejo como él.

- Ramón, cuanto tiempo.
- Ya he perdido la cuenta, padre.
- Me llegó tu carta. Te estaba esperando. Has llegado "requetepuntualísimo", como siempre bromeaba Elena.
- Ya sabe, mis manías. El mismo día, hora y lugar en que la conocí. 28 años hace.
- Erais dos peregrinos en el Camino.
- Yo de peregrino nada. Sabe bien que la seguía por lujuria.
- Los caminos del Señor, Ramón.
- Yo sólo la veía a ella. Era la mujer más atractiva del mundo.
- Pero aquí estás, después de todo. ¿Cómo te va?
- Ando algo perdido.
- No, hijo mío. Estás en el Camino, eres parte del Camino, como ella. Aquí nadie se pierde.
- Ya. Por eso se la traigo.

Ramón saca el frasquito de cristal que lleva cuidadosamente envuelto en un paño dentro de la mochila. Extrae también un sobre.

- Arena de su playa en Io y unas pocas cenizas. Y la voluntad.
- Tengo un lugar perfecto para ella. Están haciendo arreglos en la arquería. Le he reservado un huequito.
- Se lo agradezco. Ella aún más, aunque no pueda decírselo.
- No dudes de que lo hace.
- Desearía con toda mi alma no dudarlo.
- Progresas, Ramón. Un par de viajes más y te veo rezando el Padrenuestro.
- No lo verán sus ojos.
- Ya sabes el refrán: nunca digas de este agua no beberé ni este cura no es mi padre.
- Siempre ha sido usted un cachondo.
- Todos somos pecadores.
- En fin, ya está hecho.
- ¿Que harás ahora?
- Seguir el Camino. Mis hijos son mayores y tienen su vida, nadie me esperaba en casa salvo ella.
- ¿Y hasta dónde tienes pensado llegar?
- Hasta donde me lleve el Camino .
- Pues sigue adelante y en paz.
- Ahora lo estoy, padre.

Los dos hombres se quedan en silencio frente al sencillo altar, con las manos entrelazadas sobre el frasco de cristal. Uno reza, el otro llora quedamente. Los minutos pasan. Los caminantes entran y salen de la iglesia. Miran, ruegan en silencio, asienten y entienden.

Afuera, el sol decae, y el Camino se apresta a acoger de nuevo el sueño de todos los peregrinos de cualquier origen y condición. De aquellos que fueron, son y serán, hasta el fin de los tiempos.

Sebastián Puig
Madrid, 22 de mayo de 2022

Soñando en Gibraltar

Esta es la historia de un sueño cierto.

Recuerdo que me hallaba en Gibraltar, era de día y lucía un sol radiante. Llevaba en la mano una raqueta y una pelota de ping pong mientras ascendía por un pedregal. No me pregunten por qué deduje que aquello era Gibraltar. En los sueños uno no se cuestiona esas cosas: simplemente se saben. Tampoco estaba claro el propósito de acarrear la raqueta y la pelota. Tal vez una mesa y un contrincante desconocido me esperaban en la cima para jugar un partido al aire libre con vistas al Estrecho, entre macacos curiosos. Bueno, esta última reflexión es una mera conjetura que no formaba parte de mi sueño.

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El caso es que subía con dificultad y sin pensar en nada, concentrado en el ascenso, hasta que se me cayó la pelota, que se alejó rebotando cuesta abajo con ese sonido inconfundible de las bolas de ping pong. Era, además, el único sonido audible en ese momento. Plic. Plac. Plic. Plac. Plic. Plic. Plac. La caída terminaba al cabo de unos metros en una poza de agua cristalina, pero la pelota, en lugar de flotar, se hundió inmediatamente con un rotundo plof, como si fuera una esfera de plomo macizo. Otra de las particularidades de los sueños es que cada uno tiene sus propias leyes físicas.

Aunque la poza parecía profunda, podía divisar claramente la pelota reposando en el fondo, gracias a la extraordinaria transparencia del agua. Descendí hasta el borde y me agaché para tocar la superficie. Aquel líquido, que tenía la cualidad del vacío sin serlo, no estaba ni frío ni caliente; resultaba raro pero agradable al tacto. Me desnudé sin aprensión, dispuesto a bucear y rescatar la bola. Esta vez mi capuzón no hizo ruido alguno, fue igual que sumergirme en un charco de silencio. Siempre he sido buen nadador y en el sueño no había perdido tal habilidad, así que alcancé la pelota en pocas brazadas. No tenía la densidad del plomo, pero seguía sin flotar. Lo asumí sin extrañeza, demorándome unos instantes en el fondo. Miré a mi alrededor. Nada había allí reseñable salvo una paz que me resultaba ominosa. Tenía que salir y seguir subiendo por el peñón. 

Al emerger de la poza, mi ropa había desaparecido. Fue una mera constatación, ni siquiera pensé en la causa ni en los posibles culpables. Solo me preocupaba la desnudez; en tales circunstancias, no podía proseguir. Decidí buscar ayuda y empecé a descender, en cueros y con las rocas lastimándome los pies. Para mi alivio, conseguí llegar pronto a un chamizo con hechuras de chiringuito playero. No puedo afirmar que hubiera playa, porque mi atención estaba totalmente centrada en sus ocupantes, un grupo de chicas jóvenes y bonitas que parecían estar celebrando una despedida de soltera. Bailaban, reían y cantaban en bañador al son de una música indeterminada. Llevaban el pelo adornado con diademas nupciales y bebían cerveza. Me acerqué y saludé con cierta vergüenza, medio oculto tras una de las perchas de madera que sostenían el entoldado. Me miraron sin sorpresa ni aprensión, manteniendo el espíritu festivo. No me preguntaron nada, sólo sonrieron, como si mi presencia allí fuera lo más natural del mundo.

“Quiero encontrar un poco de ropa y llamar para que me vengan a recoger”, pedí. “Ropa no tenemos salvo la poca que llevamos puesta”, apuntó una de ellas, “pero te podemos prestar un teléfono, incluso acercarte donde quieras. Y también invitarte a una cerveza”. Sonreí encantado y les agradecí el detalle. “Con la llamada y la cerveza bastará”, respondí. Me alcanzaron una Coronita helada y un teléfono móvil de pantalla enorme, embutido en una aparatosa funda de pedrería. Tecleé feliz el número de casa. Estaba ya sonando el tono de llamada, cuando me di cuenta de algo: me hallaba completamente desnudo, en un desconocido chiringuito de Gibraltar (¿?), en medio de una despedida de soltera, bebiendo y rodeado de chicas guapas con ganas de fiesta. La pala y la pelota de ping pong habían desaparecido de la escena.

“¿Cariño, eres tú?”, escuché al otro lado de la línea.

Sólo entonces comprendí que el sueño acababa de terminar y estaba dejando paso a una casi segura pesadilla.   

Canela, yo, regaderas de colores y flores de Puno

(Texto revisado y rescatado de la eliminación alevosa que en su día efectuó  el diario"El País" de todos los blogs de su Comunidad, incluido el mío. Demos gracias a una oportunísima copia de seguridad).

Una de las cosas que más me gusta hacer los domingos es madrugar.

Levantarme cuando todos duermen, disfrutar del silencio de la casa con una taza de café y navegar por la red, leyendo de forma aleatoria, dejándome sorprender. También resulta un momento excelente para escribir o empezar a esbozar proyectos. La mente fresca, recién soñada, tiene esa tersura de las cosas descansadas y permite que las ideas fluyan sin esfuerzo ni cortapisas. Después, sobre las 09:30, llega Canela reclamando su paseo. Puede ser una caminata a paso ligero, una carrera o un vagabundeo, pero para mi perra es el mejor momento del día. Sabe que las mañanas dominicales son sus mañanas, y así me lo recuerda. Insistentemente, hasta que abandono el escritorio.

Hace ya casi dos años, antes de viajar a los Estados Unidos, andábamos zascandileando por el campo entre matojos y senderos, cuando nos cruzamos con un caminante solitario que subía la pendiente a paso vivo.

Era un tipo chiquito, de piel morena y curtida, con porte de indio andino. En condiciones normales no le hubiera prestado atención, pero aquel hombre acarreaba dos regaderas de latón. Una roja, de tamaño mediano, muy abollada, y otra verde más nueva y pequeña. Se me hacía raro verlo allí, en medio del campo, tan diminuto, tan apurado y reconcentrado, con esas dos regaderas de colores a cuestas. Como quien no quiere la cosa, decidimos seguirlo a distancia. No sé si les he comentado que Canela y yo somos dos curiosos impenitentes.

Anduvimos más o menos en paralelo durante unos diez minutos, hasta que se detuvo en medio de un grupo de arbustos y plantas, al abrigo de unas rocas solitarias. Entonces depositó las regaderas en el suelo, se agachó y empezó a canturrear mientras acariciaba tallos, desbrozaba malas hierbas y regaba aquel rincón campestre que al parecer era tan suyo.

No pude resistirme y me acerqué. El hombre se levantó con toda naturalidad, dándome los buenos días y sonriéndome con una dentadura descompuesta. Tenía un fuerte acento sudamericano, difícil de entender, porque además hablaba muy bajito. Le pregunté por aquel ritual. Me dijo que se llamaba Uriel (eso creo) y que era peruano, natural de Puno.

"Estas son plantas puquinas, de mi tierra. Yo las cuido". Me nombró algunas, pero no las recuerdo.

"¿Y las regaderas?", inquirí, curioso.

"Una tiene sólo agua y la otra un preparado con cositas que les pongo para que estén hermosas y fuertes".

Uriel me contó que llegó a Madrid con sus hijos hacía más de diez años, en pleno auge de la construcción. Ahora llevaba casi tres en paro, pero no se quejaba: su hija y su yerno tenían un trabajo estable y con eso salían adelante. Él, de vez en cuando, hacía chapuzas que completaban el presupuesto familiar.

"Mis hijos y nietos son españoles, ¿sabe?", me comentó, orgulloso pero con cierto tono melancólico.

"Entonces ¿no quiere regresar al Perú?"

"Todavía no he vuelto allá, señor. Lo añoro, pero no había futuro, sólo hambre".

Luego añadió, mientras arrancaba hojas secas de uno de los arbustos:

"Ustedes, que ahora hablan tanto de crisis, no saben lo que es la pobreza. Tenían que conocer mi aldea. Además, uno tiene su patria donde florece su familia. Mire las plantas. Son un poco como yo: no son de acá, pero no conocen lugar mejor".

Me contó también que, en su Puno natal, se dedicaba a recoger y vender hierbas y flores medicinales en los mercados.

"Allí tenemos de todo. Hojas, tallos y pétalos para corregir la sangre, para el dolor de estómago, para el cambio de vida de las mujeres, para los nervios, los sustos, las muelas, el mal aire... Hay varias parecidas por aquí".

Me señaló algunas y me habló de sus propiedades, con un murmullo que a veces se me hacía incomprensible. Canela lo olisqueaba de vez en cuando, meneando el rabo en busca de atención. El tiempo nos pasó volando. Había que regresar a casa para preparar el desayuno de mis chicas. Lo dejé con sus afanes y una sensación de paz y maravilla.

Si hay algo que siempre, siempre me sorprende, es la gente. Como decía Carl Sagan, en algún sitio algo increíble espera ser descubierto. Y no hay nada tan increíble y rico como el ser humano. No encontraremos tanta diversidad ni en cien mil millones de galaxias.

Desde entonces, pienso muy a menudo en Uriel y en su actitud ante la vida, y más ahora que vivo fuera de mi tierra (aunque en condiciones incomparablemente mejores). En lo mucho que nos miramos el ombligo y en lo demasiado poco que valoramos lo que tenemos.

También me digo que todos deberíamos llevar nuestras propias regaderas de colores, para así hacer florecer. día tras día, pequeños paraísos. Porque una suma de paraísos modestos, alcanzables y compartidos constituyen el mejor futuro posible para todos.