La jornada laboral de cuatro días está al caer

Mi previsión en cuanto a tendencias globales en el empleo: acabaremos teniendo la jornada laboral de cuatro días más pronto que tarde.

Y van a pesar más el factor social y el oportunismo político que la racionalidad económica asociada a la productividad, que también podría resultar a medio plazo un elemento relevante derivado de la automatización y de la extensión de la IA.

En una economía moderna, estructuralmente sana y tecnológicamente avanzada, la semana laboral de 4 días puede mejorar la productividad, el bienestar de los empleados y facilitar la atracción de talento, además de aprovechar los avances tecnológicos y promover la sostenibilidad.

No obstante, en economías estructuralmente rígidas, con sectores de poco valor añadido y tecnológicamente inferiores, la reducción de horas puede aumentar los costos laborales sin garantizar los mismos niveles de productividad, dificultando la creación de riqueza y dañando al tejido empresarial.

Limpiar escaleras

Las redes sociales, cuando se trata de enterrar la verdad en el barro de la confusión, son como una de esas DANAS que regularmente afectan a España: arrancan con masas opuestas de ciudadanos chocando por alguna cuestión anecdótica alrededor de un tema clave, dando lugar a violentas tormentas y riadas que se llevan por delante cualquier atisbo de debate sensato a su paso, enterrando además la cuestión principal.

La enésima de estas depresiones digitales la hemos tenido a propósito de unas palabras de Cristina Ibarrola (UPN), la ya exalcaldesa de Pamplona, tras decir que “nunca sería” regidora con los votos de Bildu y que preferiría “fregar escaleras”. Inmediatamente, un desbordamiento de furiosos indignados inundó las redes para afear el presunto clasismo de dichas afirmaciones.

Mi primera intención ante esta nueva polémica fue sumarme a la vorágine, pero preferí echarme a un lado, dejar pasar un tiempo y pensar un poco. Haciendo mía la maravillosa reflexión del gran humanista, filósofo, psicólogo y pedagogo español Joan Lluís Vives, “si no me engaño me parece buena la siguiente proporción: cinco partes de lectura, cuatro de meditación, tres de escritura, que la lima reducirá a dos, y de estas dos sacar sólo una a la luz pública” (De ratione dicendi, 1533). Aquí me tienen, pues; les dejo mi único grano de arena, exclusivamente personal.

Para empezar, yo limpié escaleras en mis primeros tiempos como marinero en la Armada. También fregué pasillos, desinfecté letrinas y baldeé cubiertas con mis compañeros al despuntar el alba, siguiendo la cadencia sonora del chifle del contramaestre. Hoy, cuarenta años y muchos ascensos después, trabajo en una Dirección General y mando personas. Tenemos una contrata y hay mujeres y hombres que diariamente se encargan de la limpieza de nuestras dependencias. Nada extraordinario, en cualquier caso.

Dicho lo anterior, mi yo actual nunca ha pensado que mi joven yo hiciera entonces una labor indigna. Desempeñaba una función absolutamente necesaria, como lo son todas a bordo de un buque, pero también era un trabajo duro, a menudo ingrato y, desde luego, peor pagado. Siendo sincero, por pura comodidad y no por una cuestión de dignidad, no me apetecería volver a ese trabajo, pero lo haría sin dudar por necesidades del servicio, para asegurar el sustento de mi familia o, desde luego, si la alternativa fuera realizar algo indigno o ilegal de lo que avergonzarme o con lo que avergonzar a los míos. Este es el quid de la cuestión que nos ocupa, y no otro.

Es más, quienes en su furibundo, apresurado y sincronizado desbordamiento aducen el clasismo en las declaraciones de Ibarrola olvidan que, de igual modo, sus madres y abuelas trabajaron fregando escaleras para sacar adelante a los suyos, en lugar de elegir otras opciones deshonrosas, ilícitas o vergonzantes.

Como escribí hace tiempo, muchos de nuestros mayores (hablo de la generación de quienes nacimos en los 60) no tuvieron una vida sencilla. Les tocó superar, entre otras cosas, una guerra y una posguerra terribles, un período lleno de tragedias y privaciones. Pese a ello, sacaron adelante a sus familias a base de trabajo duro y honrado, con coraje y sentido común. Y sin tantas alharacas.

Fueron ellos los primeros que no quisieron para sus hijos y nietos los mismos afanes que ellos sufrieron, pero no me cabe duda de que hubieran preferido fregar de nuevo escaleras y mantener bien alta la cabeza antes de comportarse de otra manera. Y oigan, no habríamos tenido ningún problema en escuchárselo decir, porque la dignidad no depende del trabajo que uno hace, sino de la forma en que lo hace y, sobre todo, de los valores que lo guían.

Pequeñas motivaciones de andar por casa

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Una actitud positiva vale más que cien manuales de autoayuda.

El filósofo estadounidense William James afirmaba que los seres humanos, mediante el cambio de nuestra actitudes internas, podemos modificar los aspectos externos de nuestras vidas. Aunque no consigamos influir en todas las circunstancias que nos rodean, creo sinceramente en la idea expresada por James. El propio refranero popular lo corrobora cuando nos pide que pongamos buena cara al mal tiempo. Y es así.

Regresar al trabajo y al trajín cotidiano después de un merecido descanso vacacional forma parte de nuestra normalidad, y como tal deberíamos asumirlo. Sin entrar en circunstancias personales, que uno tenga salud y pueda trabajar constituye, ya de por sí, un motivo de satisfacción en los duros tiempos que corren. Una vez interiorizado este hecho, tan sólo hacen falta algunos empujones adicionales para arrancar la jornada de manera favorable. En este sentido, soy un firme defensor de las rutinas íntimas. Me refiero a esas modestas costumbres y satisfacciones que nos permiten calentar el motor vital y esbozar la primera sonrisa del día. Debemos cultivarlas y promoverlas.

En mi caso, siempre me levanto más temprano de lo necesario para poder asearme y desayunar sin prisas. Salto de la cama con buena disposición. Preparo la ropa que me voy a poner, bebo un gran vaso de agua y antes de ducharme dejo lista la mesa del desayuno, que en mi caso es copioso: un plátano, un bol de cereales, tostadas o galletas y café. Me afeito escuchando las primeras noticias del día y sigo con ellas en la radio mientras como con tranquilidad y curioseo las últimas actualizaciones en mi timeline de Twitter. Arrancar la jornada con parsimonia me ayuda a acelerar más tarde.

He aquí un pequeño ceremonial que funciona. Otros seguirán sus propias y efectivas rutinas; el objetivo es contribuir a la creación de una corriente positiva que nos ayude a sobrellevar las dificultades y obligaciones diarias. Dicho lo cual, siento una tremenda curiosidad por saber qué les funciona a ustedes.

"En mi empresa se practica el empowerment"... ¡Cuñaooooo!

Una conducta empresarial bastante habitual en estos tiempos es la de escoger un modelo de gestión, de organización o de mejora continua que esté de moda e implantarlo porque a los directivos, simplemente, les gusta.

Se hace porque les parece atractivo, proporciona apariencia de modernidad y otorga a quienes lo practican un halo de liderazgo guay, muy vendible. Mi experiencia al respecto es que muchas veces se trata de un cambio cosmético , que se queda en la superficie sin asimilar las enseñanzas del modelo. Como resultado, la mal renovada organización brilla un tiempo y enseguida declina y destiñe, como cualquier ropaje de mala calidad, hasta que las prácticas se abandonan. Se desperdician así unos preciosos recursos que hubieran podido dedicarse a tareas de verdadero valor, además de generar frustración en el personal y resistencia a futuros cambios.

Hace unos años tuve la ocasión de tratar breve e indirectamente con una empresa de tamaño medio, joven y dinámica, durante unas sesiones formativas. La curiosidad me llevó a observar su comportamiento organizativo mientras estaba con mis asuntos. Fijarse en los hábitos cotidianos de las personas, sea cual sea su estatus, y conversar francamente con quienes hacen que las pequeñas y grandes cosas sucedan, son dos hábitos muy recomendables para cualquier analista. Un viejo proverbio danés dice que a quien teme preguntar, le avergüenza aprender . No puedo estar más de acuerdo. Siempre habrá alguien de quien podamos aprender alguna cosa. Siempre.

En este caso, la anécdota surgió cuando uno de los directivos de aquella empresa presumió, en una conversión distendida ante unas cervezas, de que en su compañía se practicaba el "empowerment" (en España usamos el término empoderamiento ); esto es, se fomentaba el desarrollo en los trabajadores de una confianza en sus propias capacidades. No quise ser descortés y afearle tal presunción delante de los presentes, y no tuve después ocasión de comentárselo en privado, lo que lamento.

Durante esos pocos días de convivencia, había podido comprobar como la capacidad de decisión y acción de muchos de sus trabajadores era mínima, lo que me resultó llamativo porque se trataba de personas muy cualificadas y de amplia experiencia profesional, capaces de afrontar tareas complejas de manera reflexiva y precisa. De hecho, cualquier decisión operativa relevante en esa empresa debía recorrer un tedioso camino de ida y vuelta, un verdadero disparate ineficiente y paralizador. ¿Qué sentido tenía, existiendo una cultura empresarial robusta, unos objetivos claros y unas reglas operativas bastante bien estructuradas, tener que pedir autorización en cada paso del proceso, máxime disponiendo de un equipo humano solvente y bien entrenado?

En estos casos, la mejor opción es dejar al equipo adoptar decisiones y actuar al nivel más bajo, debiendo mantener la jefatura un papel supervisor y orientador. Ello exige, por supuesto, una dirección que conozca al dedillo su empresa, entienda los procesos, asuma los riesgos y tolere las incertidumbres.

Si hubiera tenido la oportunidad, habría compartido con ellos tres sencillos consejos:

1. Instruye a tu equipo, mediante el ejemplo y la interacción, para ejercitar su capacidad de anticipar, pensar, juzgar, decidir y actuar con independencia.

2. Deja de comportarte con ellos como si fueras una niñera.

3. Aprende a quedar satisfecho con "soluciones aceptables" aunque no sean las "soluciones perfectas" que habías diseñado en tu flamante Power Point durante la última junta, ni las que tú, exclusivamente, crees que son correctas. Observa atentamente, recomienda y deja hacer. Seguro que te sorprenden.

Canela, yo, regaderas de colores y flores de Puno

(Texto revisado y rescatado de la eliminación alevosa que en su día efectuó  el diario"El País" de todos los blogs de su Comunidad, incluido el mío. Demos gracias a una oportunísima copia de seguridad).

Una de las cosas que más me gusta hacer los domingos es madrugar.

Levantarme cuando todos duermen, disfrutar del silencio de la casa con una taza de café y navegar por la red, leyendo de forma aleatoria, dejándome sorprender. También resulta un momento excelente para escribir o empezar a esbozar proyectos. La mente fresca, recién soñada, tiene esa tersura de las cosas descansadas y permite que las ideas fluyan sin esfuerzo ni cortapisas. Después, sobre las 09:30, llega Canela reclamando su paseo. Puede ser una caminata a paso ligero, una carrera o un vagabundeo, pero para mi perra es el mejor momento del día. Sabe que las mañanas dominicales son sus mañanas, y así me lo recuerda. Insistentemente, hasta que abandono el escritorio.

Hace ya casi dos años, antes de viajar a los Estados Unidos, andábamos zascandileando por el campo entre matojos y senderos, cuando nos cruzamos con un caminante solitario que subía la pendiente a paso vivo.

Era un tipo chiquito, de piel morena y curtida, con porte de indio andino. En condiciones normales no le hubiera prestado atención, pero aquel hombre acarreaba dos regaderas de latón. Una roja, de tamaño mediano, muy abollada, y otra verde más nueva y pequeña. Se me hacía raro verlo allí, en medio del campo, tan diminuto, tan apurado y reconcentrado, con esas dos regaderas de colores a cuestas. Como quien no quiere la cosa, decidimos seguirlo a distancia. No sé si les he comentado que Canela y yo somos dos curiosos impenitentes.

Anduvimos más o menos en paralelo durante unos diez minutos, hasta que se detuvo en medio de un grupo de arbustos y plantas, al abrigo de unas rocas solitarias. Entonces depositó las regaderas en el suelo, se agachó y empezó a canturrear mientras acariciaba tallos, desbrozaba malas hierbas y regaba aquel rincón campestre que al parecer era tan suyo.

No pude resistirme y me acerqué. El hombre se levantó con toda naturalidad, dándome los buenos días y sonriéndome con una dentadura descompuesta. Tenía un fuerte acento sudamericano, difícil de entender, porque además hablaba muy bajito. Le pregunté por aquel ritual. Me dijo que se llamaba Uriel (eso creo) y que era peruano, natural de Puno.

"Estas son plantas puquinas, de mi tierra. Yo las cuido". Me nombró algunas, pero no las recuerdo.

"¿Y las regaderas?", inquirí, curioso.

"Una tiene sólo agua y la otra un preparado con cositas que les pongo para que estén hermosas y fuertes".

Uriel me contó que llegó a Madrid con sus hijos hacía más de diez años, en pleno auge de la construcción. Ahora llevaba casi tres en paro, pero no se quejaba: su hija y su yerno tenían un trabajo estable y con eso salían adelante. Él, de vez en cuando, hacía chapuzas que completaban el presupuesto familiar.

"Mis hijos y nietos son españoles, ¿sabe?", me comentó, orgulloso pero con cierto tono melancólico.

"Entonces ¿no quiere regresar al Perú?"

"Todavía no he vuelto allá, señor. Lo añoro, pero no había futuro, sólo hambre".

Luego añadió, mientras arrancaba hojas secas de uno de los arbustos:

"Ustedes, que ahora hablan tanto de crisis, no saben lo que es la pobreza. Tenían que conocer mi aldea. Además, uno tiene su patria donde florece su familia. Mire las plantas. Son un poco como yo: no son de acá, pero no conocen lugar mejor".

Me contó también que, en su Puno natal, se dedicaba a recoger y vender hierbas y flores medicinales en los mercados.

"Allí tenemos de todo. Hojas, tallos y pétalos para corregir la sangre, para el dolor de estómago, para el cambio de vida de las mujeres, para los nervios, los sustos, las muelas, el mal aire... Hay varias parecidas por aquí".

Me señaló algunas y me habló de sus propiedades, con un murmullo que a veces se me hacía incomprensible. Canela lo olisqueaba de vez en cuando, meneando el rabo en busca de atención. El tiempo nos pasó volando. Había que regresar a casa para preparar el desayuno de mis chicas. Lo dejé con sus afanes y una sensación de paz y maravilla.

Si hay algo que siempre, siempre me sorprende, es la gente. Como decía Carl Sagan, en algún sitio algo increíble espera ser descubierto. Y no hay nada tan increíble y rico como el ser humano. No encontraremos tanta diversidad ni en cien mil millones de galaxias.

Desde entonces, pienso muy a menudo en Uriel y en su actitud ante la vida, y más ahora que vivo fuera de mi tierra (aunque en condiciones incomparablemente mejores). En lo mucho que nos miramos el ombligo y en lo demasiado poco que valoramos lo que tenemos.

También me digo que todos deberíamos llevar nuestras propias regaderas de colores, para así hacer florecer. día tras día, pequeños paraísos. Porque una suma de paraísos modestos, alcanzables y compartidos constituyen el mejor futuro posible para todos.

Éxito... relativo

"Debe evitarse hablar a los jóvenes del éxito como si se tratase del principal objetivo en la vida. La razón más importante para trabajar en la escuela y en la vida es el placer de trabajar, el placer de su resultado y el conocimiento del valor del resultado para la comunidad".

De nuevo, Albert Einstein