Big Trouble in Little Britain?

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El viernes a las 11:00 PM (hora de Londres, medianoche en Bruselas), el Reino Unido dejó de pertenecer a la Unión Europea, de la que formaba parte (a su peculiar manera) desde 1973. La salida se produce tres años, siete meses y una semana después de un referéndum en el que un 51,9% de británicos apoyó la opción del Brexit, tras un proceso trufado de rancio nacionalismo, abundante demagogia, falacias a todo ritmo y un sinfín de torpezas políticas, sin olvidar tampoco la ceguera, autocomplacencia y carencia de autocrítica de las instituciones comunitarias. En este sentido, no puedo sino compartir punto por punto el sentimiento expresado por Juan Claudio de Ramón: me cuesta mucho asimilar que el Brexit se hizo con mentiras, y eso me acaba casi importando más que otras consideraciones geopolíticas o socioeconómicas.

Todo lo dicho fue más patente todavía al escuchar el discurso de salida (pregrabado) de Boris Johnson, un revival a lo Churchill, que venía a emular los tiempos gloriosos de unidad y resistencia británica durante la Segunda Guerra Mundial. Fue como estar ante una especie de “Keep Calm and Carry On” del siglo XXI. El problema es que Boris no es siquiera la sombra de Winston (ni de Tatcher), que la sociedad británica afronta completamente dividida el futuro, que el enemigo externo a batir es un constructo mayormente ficiticio y que las maravillas que se anuncian resultan todavía especulaciones inciertas de una nación que, como las otras viejas naciones europeas, ya no es tan grande ni puede competir en el teatro geopolítico con añosas hechuras imperiales.

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¿Un nuevo comienzo?

Por otra parte, es comprensible que tras estos meses turbulentos sea difícil resistirse a la sensación de estar recomenzando, de liberarse de ese invisible yugo burocrático que tanto parecía maniatar al pueblo inglés y le impedía retornar a pasadas grandezas. La luz es ahora más clara, el aire más ligero, cualquier cosa es posible, todo está por venir, aunque sea la cruda realidad. De peores cosas hemos salido, apuntan los políticos brexiters, con la irresponsable displicencia que otorga el saber que, con toda probabilidad, nunca van a ser los paganos de sus decisiones. Por ello, la tentación de diverger con la Unión Europea es muy grande, y diverger es precisamente lo que pretende Johnson en estos próximos meses de negociación. Porque, queridos lectores, el Brexit no ha hecho más que empezar.

Recordemos que el 1 de febrero se inició el llamado periodo transitorio, que finaliza el 31 de diciembre de este mismo año. El Reino Unido podría solicitar una prórroga antes del 1 de julio, pero el premier británico no está por la labor. Pedir la prórroga más tarde de esa fecha requeriría una reforma del Acuerdo de Retirada o un nuevo acuerdo, lo que se considera prácticamente inviable. El problema es que el marco legal de relación futura que se pretende acordar en este lapso brevísimo de tiempo es, sencillamente, una pesadilla política.

El “mínimo vital”

La Declaración Política Revisada que acompaña al Acuerdo de Salida ha supuesto un cambio en la filosofía de la futura relación entre Reino Unido y la UE, alejándose de la estrecha relación que pretendía el gobierno de May y definiendo un nuevo marco basado en un acuerdo de libre comercio que permita la mencionada divergencia regulatoria entre ambos actores.

Dada la envergadura de la tarea negociadora y el exiguo calendario, Michel Barnier, jefe de la Task Force de la UE, ha propuesto centrarse en aquellos asuntos que no requieran la ratificación por parte de los Parlamentos nacionales, sugiriendo un “mínimo vital” compuesto por los siguientes elementos:

  • Un Acuerdo de Libre Comercio (FTA): centrado en bienes, incluyendo los productos agrícolas, y vinculado a un acuerdo de pesca (“imperativo”, según Barnier). El acuerdo incluiría disposiciones “sólidas” en materia de igualdad de condiciones (Level Playing Field, LPF).

  • Un Acuerdo en materia de seguridad interior

  • Un Acuerdo en materia de seguridad exterior

  • Disposiciones en materia de gobernanza.

Ahí es nada. En apenas 11 meses.

Por su parte, las estrategias negociadoras de la UE y del Reino Unido difieren notablemente, y vienen distorsionadas por el factor tiempo, como explicaba en un reciente hilo de Twitter, que finalmente ha dado lugar a esta entrada:

Con respecto a Gibraltar, Barnier asegura que se excluirá del mandato negociador, aunque el gobierno del Peñón ya se ha apresurado a arriar la bandera de la Unión y a izar la de la Commonwealth. Toda una declaración de intenciones.

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Tal combinación de complejidad y premura abre importantes interrogantes:

  1. ¿Seremos capaces de llegar a un acuerdo en menos de 11 meses?

  2. ¿Mantendrán los países de la UE la cohesión necesaria durante este período negociador?

  3. ¿Tenemos realmente asumida la posibilidad de un no deal en temas clave?

Sobre las tres cuestiones anteriores tengo muchas dudas, pero con respecto al Reino Unido, estoy convencido de que va a resultar un negociador incisivo, correoso, marrullero y desesperante para la burocracia comunitaria, y que someterá a dura prueba la consistencia de la Unión. No en vano, llevan décadas zascandileando en ella y siglos enteros enredando en el panorama geopolítico global, en incansable defensa de sus intereses. Los británicos son un pueblo admirable, orgulloso, tenaz y resistente, capaces tanto de grandes sacrificios y generosidades como de notables y persistentes atropellos. Más o menos, como cualquier antiguo imperio que se precie. No esperen otra cosa de ellos.

Por otra parte, tampoco debemos olvidar lo que comentaba hace unos días Enrique Feás al respecto a la posición de la Unión:

Los británicos no se dan cuenta de que, cuanto más integrado está un país en la estructura productiva europea (como el Reino Unido), más cuidadosa tiene que ser la UE con el “Level Playing Field”, porque más daño les puede hacer la competencia desleal. Canadá está a 5.000 km, ellos a 300.

En definitiva, las espadas están en todo lo alto.

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un futuro incierto

La realidad nos dice que, pese a las declaraciones de Johnson, las insufribles celebraciones de personajes como Farage y las continuas promesas de paraíso terrenal que ofrecen las portadas del Telegraph (autoproclamado “salvador del Brexit”), nos hallamos en un limbo de incertidumbres y de palabrería voluntariosa. Precisamente, una de las mayores incógnitas actuales es la propia capacidad del gobierno británico para gestionar todo el proceso con garantías, más allá de las alharacas mediáticas. Por no hablar de las renovadas tensiones nacionalistas en Escocia e Irlanda del Norte.

Como bien apunta The Economist, el análisis gubernamental de impacto económico del Brexit estimó la reducción a largo plazo del PIB per capita en el caso de una relación “cercana” con la UE (como la de Noruega) en alrededor del 1.4%, frente una pérdida del 4.9% en el supuesto de una relación más “distante”. La diferencia representa el coste de la divergencia regulatoria, con impacto directo en la vida de los ciudadanos británicos. Dicha divergencia ofrece también notables oportunidades, pero nada se ha materializado aún, salvo la mera constancia del divorcio.

Cierto es que de todo se acaba saliendo, pero aún está por ver si el Brexit supondrá para Gran Bretaña ese prometido retorno a antiguos esplendores o, por el contrario, la convertirá en un país más frágil y empequeñecido dentro del panorama global, una Little Britain sumida en un Enorme Problema por culpa de unos políticos que mintieron a su pueblo y no supieron estar a la altura de su historia.