Esto no es un manual de resistencia

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Cuando escribo esta entrada llevamos ya 21 días de confinamiento en España. Todos encerrados en casa menos quienes cada jornada se parten el cobre, arriesgando su salud, para combatir en el frente saniario o mantener en funcionamiento el respirador de la actividad mínima necesaria para la supervivencia de todo.

Quienes todavía tenemos que acudir a nuestros puestos de trabajo transitamos por unas calles sacadas de películas apocalípticas. Mi siempre hiperactiva imaginación me ha transmutado algún día en una especie de Robert Neville (Charlton Heston) cruzando las calles desiertas de los Ángeles, sólo que en Madrid. O en el coronel George Taylor (de nuevo, Charlton), temiéndome que al doblar la esquina para llegar a mi edificio de oficinas me encontrara, ya no con la Estatua de la Libertad, sino con el esqueleto cementerial de lo que un día fue el Santiago Bernabeu. Películero que es uno.

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Pero eso es fuera. Dentro de los hogares, permanecen los resistentes como soldados de trinchera. Les han dicho que son héroes, que su esfuerzo de contención resulta vital para derrotar al enemigo invisible que ha minado el territorio de su devenir cotidiano. Cada día se asoman al horizonte de sus ventanas o balcones para aplaudir a sus valientes. Cantan, lloran, ríen, se animan, hacen chanzas, se cuentan la vida de ayer y se reconocen en la angustia de hoy y de mañana. Luego regresan al refugio para escuchar los partes de campaña en televisiones, radios, redes. Planean y repiten rutinas, recorren pasillos, cocinan, duermen, hacen los deberes, llaman y son llamados, chatean, teletrabajan, escriben, colorean, cocinan y vuelven a cocinar, se pelean, se odian, se reconcilian, se aman, se animan y se desesperan.

Padecen por sus ausentes y enfermos, lloran de agradecimiento por los curados y se rompen en pedazos de dolor e impotencia por no poder despedir a sus muertos. Reciben catararas de cifras crudas sobre fallecidos, ingresados, recuperados. Cuentan las horas, los amaneceres, los ocasos y luego pierden la cuenta y dibujan en calendarios inciertos sus luces al final del túnel. Les explican que esto va ser cosa de unas jornadas, o a lo mejor varias semanas, tal vez un mes, quién sabe. Han aprendido que lo que hoy no es recomendable mañana puede resultar obligatorio, que lo impensable de ayer puede materializarse la semana que viene, que todo es una sopa de incertidumbres movedizas, y que verdades y mentiras son parte indistinguible de una materia amorfa que acogota sus sueños. Que las empresas que cierran y los trabajos que han perdido es posible que regresen, o que nunca lo hagan, cuando esto acabe. Se enfadan, echan la culpa o disculpan a unos y a otros por su acción o inacción. Se lamentan de las palabras dichas o no dichas, de los amigos no recuperados, de las demoras perezosas en el camino de sus sueños. Trazan planes sobre futuros inciertos y se aferran a ellos como un soldado a su viejo fusil, con la última bala de esperanza en la recámara.

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A este ejército de almas compungidas no podemos pedirle siempre la euforia permanente, la confianza ciega, el subidón de espíritu, la actividad incesante del refugio. No podemos abrumarles cada momento con palabras bonitas. No podemos, no debemos arengarles mientras les mentimos. Deben saber que no pasa nada por quedarse quietos o llorar sin motivo. Que no pasa nada por callar. Que no pasa nada por estar iracundos con el mundo, no pasa nada por hollar la zozobra, no pasa nada por bajar revoluciones o por dejar rebosar la pena negra que de vez en cuando les desborda. Hay que respetar los silencios y el dolor. Necesitan su espacio. Recuperar la parsimonia.

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Decía @carlos__alsina en la radio que el principal enemigo de la esperanza es el cansancio, eso que los militares conocemos como fatiga de combate. Por eso es bueno replegarse regularmente y recuperar energías. Atenerse a los valores esenciales y eliminar cargas accesorias. De lo contrario, nuestros esfuerzos van perdiendo norte y sentido. Reencontrarnos con nosotros mismos y luego regresar a la trinchera con la quijada prieta, esperando siempre lo mejor y preparados para lo peor. Tocados, pero no hundidos.

Quedan muchos días, y nuestras fuerzas son limitadas. Hay que cuidarse.

Cuídense. Por favor. Cuídense.